“Podría decirse que el viejo derecho de hacer morir o dejar vivir fue reemplazado por el poder de hacer vivir o rechazar la muerte”
Michel Foucault, Historia de la sexualidad.
Muchos nos sentimos perdidos entre tanto ruido desde hace unas semanas; mientras tanto, deslizamos los dedos automáticamente a través de las pantallas de nuestros teléfonos móviles. El marco de nuestro vivir comienza a estrecharse y cada vez nos sentimos más incómodos. El sopor y el cansancio adquieren una nueva consistencia y la mirada no puede seguir asistiendo al flujo incesante de imágenes opacas que esconden la herida abierta de un sistema en el abismo.
Nos atosiga el silencio, el miedo, la espera, la incertidumbre. Nos siguen asfixiando las mismas dudas que teníamos en la Otra vida. La falta de aliento es mayor y, en esos pequeños instantes en los que nos permitimos cerrar párpados, los fantasmas que habitan con nosotros se hacen más grandes, más poderosos y siguen preguntando cada vez más furiosos por qué no hay respuestas.
Las emociones negativas son más pegajosas, están más adheridas a una piel que ya casi es invisible: ahora está cubierta por guantes sintéticos y mascarillas que dejan entrar el aire mínimo y necesario para que podamos seguir respirando. Un intenso interés ocupa mis pensamientos desde hace unos años: ¿cuál es el lugar que le queda y qué ocupará el tacto y el olfato en el mundo virtual, en Internet?
El olfato y ese poder evocador de memorias antiguas protegidas entre capas y capas de recuerdos, y la magia de que la llegada azarosa de un aroma haga que nuestra conciencia fluya a momentos de un pasado que deja de serlo.
Las costuras del sistema parece que están a punto de estallar, y quizá sea el momento de guardar un silencio reflexivo y volver a pensar todo: ¿quiénes somos? ¿dónde estamos? y ¿adónde queremos ir?
Pero es el tacto y sus superficies rugosas, el arte de tejer, los hilos conectados, la disposición de estos sobre las telas y ese entramado común el que necesito y quiero explorar en este artículo. Explica Sadie Plant en Los telares futuros: tejedoras y cibernética, texto que sería el origen de su clásico libro Ceros + Unos y que, en buena medida, estrenó los debates teóricos en torno a los ciberfeminismos, cómo “la computadora surge de la historia de la tejeduría, proceso que a menudo se describe como la quintaesencia del trabajo de las mujeres. El telar es la vanguardia del desarrollo del software”. Fue la perspicaz científica Ada Lovelace la que intuyó de inmediato el hondo significado de la máquina analítica y el poder que ésta tenía para “tejer patrones algebraicos, al igual que el telar de Jacquard teje flores y hojas (…) La referencia de Ada Lovelace al telar de Jacquard es más que una metáfora: la máquina analítica efectivamente teje igual que el telar, operando, en cierto sentido, como el proceso de tejeduría abstracto”. Los hilos entrelazados, “la urdimbre y la trama”, ese potencial posible, esa complejidad en la ya no hay solo imitación y donde se despliegan una amplitud de identidades, formas y lugares propios ajenos a lo establecido y predeterminado. Las alianzas posibles: eso seguimos aprendiendo de los ciberfeminismos.
Escribe la filósofa estadounidense Martha C. Nussbaum, en su libro La monarquía del miedo, que éste “tiende con demasiada frecuencia a bloquear la deliberación racional, envenena la esperanza e impide la cooperación en pos de un futuro mejor”. El miedo, explica, es agresivo, corrosivo, radicalmente narcisista, asocial y rehúye el compromiso, el “yo” ocupa todo el espacio frente al aplazamiento de un “nosotros” que conecta, que dialoga, que conversa y que en estos momentos necesitamos más que nunca para consolarnos, para compadecernos y empatizar con el dolor de los demás.
Escribe la historiadora Suely Rolnik que “macro y micropolítica comparten un mismo punto de partida: la urgencia de enfrentar las tensiones de la vida humana en los puntos donde su dinámica se encuentra interrumpida o de mínima flaqueza”. Las costuras del sistema parece que están a punto de estallar, y quizá sea el momento de guardar un silencio reflexivo y volver a pensar todo: ¿quiénes somos? ¿dónde estamos? y ¿adónde queremos ir?
Durante las últimas semanas he explorado compulsivamente archivos antiguos que analizan otra pandemia temporalmente cercana: la del SIDA, y en cómo se fueron conformando en la emergencia de la enfermedad nuevas comunidades, nuevos lenguajes, movimientos sociales, asociaciones y toda una serie de nexos en común, así como todo un corpus teórico para redefinir los pactos, el pluralismo, la solidaridad o la emoción.
Entre las políticas y poéticas asociadas a la pandemia del SIDA, una de las que más me han conmovido ha sido el proyecto desarrollado por el artista y activista Cleve Jones a través de la propuesta Names project, en la que se fueron tejiendo una serie de mantas conmemorativas en las que estaban bordados los nombres y algunos datos biográficos de las personas fallecidas a causa del SIDA. El proyecto comenzó en 1985, fue exhibido por primera vez en 1987 en la ciudad de Washington, cuando las 8000 piezas que componían la instalación arroparon en un acto de profundo simbolismo a toda la ciudad, mientras a través de un megáfono se iban enunciando todos los nombres.
En 1989, la película Commons Threads: Stories from the Quilt, dirigida por Rob Epstein y Jeffrey Friedman, ganó el Óscar a mejor largometraje documental. El film cuenta con los testimonios de aquellas personas que participaron en el proyecto y la historia de tristeza e incertidumbre de los primeros años de la enfermedad, cuando la administración conservadora de Ronald Reagan no promovió ninguna política pública de contención ni análisis de la enfermedad porque se suponía, según una falsa creencia, que ésta afectaba exclusivamente a determinados “grupos de riesgo” que existían en los márgenes de lo decible.
Deberíamos asumir que otra forma más ética de usar las redes sociales es posible, con menos ruido, con menos insulto, utilizando esas redes para ir construyendo una política afirmativa para la vida.
Estos últimos días he pensado mucho en ese mundo virtual en el que vivimos desde que se declaró el Estado de alarma. Saber que la palabra “virtual etimológicamente viene del latín virtus (fuerza, virilidad, virtud), y de ahí pasó al latín escolástico donde el término virtualis designa el potencial, es decir, aquello que existe en potencia pero no en acto”, como explica Israel Márquez, me hizo pensar en las posibilidades que todavía nos quedan en Internet para hacer ahora hilos en nuestras redes sociales de duelo, conversación, consuelo y esperanza en la espera. Es importante ir reflexionando sobre el duelo futuro, sobre el trauma que viviremos como sociedad, pero sobre todo debemos pensar en la manera en la que podemos consolar en comunidad a todas aquellas personas que han perdido a sus madres, padres, amigos, amantes, hermanas a causa de la enfermedad, y a los que el último acto de despedida les fue imposibilitado. Deberíamos asumir que otra forma más ética de usar las redes sociales es posible, con menos ruido, con menos insulto, utilizando esas redes para ir construyendo entre “los cuerpos que se continúan” una política afirmativa para la vida.
No aceptemos sin crítica ni interrogación esos mensajes que nos lanzan desde los medios de comunicación, no aceptemos un capitalismo cada vez más autoritario, no aceptemos que el control social sea cada vez mayor, no caigamos en la trampa de la falsa seguridad. Escribe Marina Garcés que “pensar es respirar, vivir viviendo, ser siendo. Para ello hay que dejar de contemplar el mundo para reaprender a verlo”.
En el año 2000, el director de cine y escritor Fernando León de Aranoa publicó el reportaje “Van a morir”, en el que narraba la existencia de las personas condenadas a morir en Estados Unidos, las de ellos y la de sus familiares. Todavía recuerdo el rasguño que sentí al leer esa absoluta imposibilidad fuera de todo lo humano en la que vivían los condenados a muerte a los que se les negaba el abrazo, o cualquier tipo de contacto físico con sus seres queridos, a pesar de que el arco temporal entre que se dicta la sentencia y ésta se ejecuta puede comprender más de 20 años.
No podemos mirar hacia otro lado, debemos aprender a vivir con todos los sentidos y asumir que las políticas públicas que silenciosamente van recortando los recursos solo provocan muerte, sufrimiento y crisis.
Tejamos red, una grande y vital, en la que nadie sea expulsado del sistema.
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/el-rumor-de-las-multitudes/hilos-comunes-morir-vivir-todavia